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PASTEL DE ALM ENDRAS.Cuento.

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Mensaje  Helena Vie Ene 24, 2014 5:49 am

PASTEL DE ALMENDRAS

             
Lo que aquí voy a narrar, ocurrió en tiempos pretéritos, en el campo de mis abuelos maternos, cuando todo allí era olor, sabores y sensaciones.  Cuando el sauce llorón de Talcarehue fue sombra en los veranos y refugio de niñas y muñecas.  También acogía risas y pequeños juegos de té en unos tablones que Segundo Alfaro había claveteado con sus gruesas manos; para entretención mía y de mis hermanas.  Pero al igual que el sauce, Segundo Alfaro ya murió.. .ese hombre tan amigo de nosotros los niños, que oficiaba a veces de pintor, otras de albañil, de podador de árboles, de afinador del piano, de enfardador de pastos, de acarreador de leña, de tallador de juguetes y de cualquier cosa en Talcarehue.
Y la viña y el aromo también se fueron, porque los aromos sólo entregan bolitas amarillas peludas y los sauces dan sombras llenas de ensueños; y la viña, uva negra, blanca y moscatel.  Nada de eso se puede meter en una caja y llevar en un barco hasta China o las tierras calientes del petróleo y los califas, porque allá no hay demanda de ilusiones.

Ahora crecen en tierra de mis ancestros ciruelos, de ramas separadas que se aferran a los alambres en posición de súplica y mirados de perfil son una línea apenas.  
Todo es progreso en la tierra de mis recuerdos, árboles perfectos que aún se bañan con el rocío y las lluvias, no sé hasta cuándo.

Ahora que los frutos son perfectos, calibrados a gusto del extranjero que los come, mis visitas al campo se han ido distanciando en la misma proporción que el fruto se perfecciona.

Los tiempos nuevos también pusieron fin prematuramente a la plácida vida de mis abuelos. En verdad no les quedó nada que hacer cuando empezaron a sentir el extravío que precedió su muerte, al no encontrar el rastro de su siembra antigua.  Sólo Margarita, la eterna cocinera de mi abuela, ha permanecido indiferente a los cambios, porque se arropó de recuerdos y ha logrado llevarme de vuelta al predio, por lo menos dos veces al año, tanto para rememorar juntas, como para contarme lo que mis primeros años de vida no percibieron.

Llegué a Talcarehue ayer en la mañana, cargando algo de ropa y diez cajitas de té perfumado procedente de Sri Lanka, porque si bien Margarita ha perdonado la pérdida de refinamientos, no ha logrado acostumbrarse a tomar el té de bolsas, las que en su opinión constituyen "una pura cochinada del té que barren los chinos".

Hoy en la tarde estaba yo arrullando mis nostalgias cuando apareció Margarita y antes de olvidarme de una duda surgida del recuerdo, pregunté:

-¿Y cómo murió Segundo Alfaro?
-Ese hombre no murió de muerte natural, ni tampoco en gracia de Dios -dijo.

Se acomodó junto a mí en el sofá más grande del salón victoriano de mi abuela, seguramente con la convicción de haberse ganado ese derecho después de servir en la casa durante sesenta y cinco años.  Había traído una bandeja de plata -que ella misma libró de la codicia de algunos herederos- con dos tazas de té caliente y un montón de galletitas a medio bañar en chocolate.  Dejó la bandeja en una mesa de arrimo y, acomodando su robusta presencia en el asiento, agregó:

-Segundo Alfaro olfateó su propia muerte...
-¿Y cómo lo sabe? -pregunté.
-De saberlo con certeza, Felisa, en un comienzo no lo supe; pero el hombre se quejó después de muerto.  Claro que tenía cara de ahogado...por el estrago que hacen las aguas al que agarran en sus cauces ¿sabe? Pero también en el semblante se le veía el sufrimiento.  Y cuando se quejó, la voz no era de dolor por el maltrato del río. ¡Era lamento de pena, como de pérdida de amor!  Como si el pobre Segundo Alfaro estuviera recriminándole algo, a alguien, a alguien que quisiera mucho –exclamó con tristeza.

-¿Está segura que el muerto se quejó, Margarita? -pregunté incrédula.
-Sí pues -afirmó ella- y así se lo dije a mi difunto Arturo, que por ser Cabo de Carabineros de Chile, por fuerza puso mucho interés en el asunto. Le dije en ese entonces, que averiguara, porque en esta muerte andaba metido el Maligno. Arturo me contestó: "usted siempre imaginando cosas, mujer.  Yo creo que se cayó al río porque andaba borracho".  

Esto último no logró desdibujar la figura amable y cariñosa del Segundo Alfaro que conocí de chica.  Ese diestro carpintero que hacía lo que le mandaran en la casona de mi abuela. Cultivaba dos cuadras de hortalizas, herencia de sus padres, y cada navidad se daba tiempo para hacernos juguetes deliciosos; coches y casas de muñecas, columpios y balancines y un sinfín de mesas y sillas adecuadas a nuestro menudos cuerpos, en esa edad en que cada objeto de una casa tiene dimensiones desproporcionadas para los niños.

-¡Deje de soñar Felisa! -exclamó Margarita tironeándome del lugar de mis añoranzas.
Me puse atenta y pregunté:
-¿Y logró convencer a su marido que la muerte de Segundo Alfaro no fue accidente?
-Sí ¡porque finalmente le recordé que cada vez que le había anunciado desastres, resultaron ciertos! Por ejemplo la misma muerte del compadre Faúndez, cuando se cayó al precipicio.  La noche antes, soñé con aguas verdes llevándose un caballo negro, bien parecido al "Negro", el potro de mi compadre ¡Que Dios lo tenga en la gloria!
-¿Y Arturo empezó a indagar? –dije.
-Claro que sí. Mire, primero postergó el entierro. No fue fácil porque tuvo que vérselas con la Herminia, la viuda Alfaro, que contra viento y marea se empeñó en que el sepelio se hiciera el Sábado Santo y no el Domingo de Resurrección, por lo de la misma resurrección, creo yo. Pero mi Arturo primero le dio el argumento de que el padre Juan tenía mucho trabajo el Domingo de Gloria, ¡Tres misas de Gloria no es poco decir!  Como la viuda no le hizo juicio, terminó convenciéndola por otro camino: le aseguró que le haría buen precio por las exequias si se atrasaban hasta el martes siguientes.  La convencieron porque esa mujer no compraba nada ¡todo lo producía ella misma! Tanto el ajo como la cebolla y las zanahorias para la cocina; las frazadas y chamantos los tejía en un telar que el mismo Segundo Alfaro le fabricó y los utensilios los hacía a la hora de la siesta, con greda que sacaba del Cerro Colorado. No era mujer que desperdiciara algo, la Herminia; por eso que hasta a mí me entró la preocupación cuando la vi con “el infiel” conversando muy animada.

-¿Qué infiel, Margarita, no me estará inventando historias, usted?
-No Felisa, esta no es ninguna historia. Yo había salido esa mañana al huerto a recoger cilantro para echarle a la cazuela y cuando levanté la vista la divisé en la puerta de su casa, ella bien sonriente y créame que hasta el delantal se lo había sacado ¿qué dueña de casa se saca el delantal cuando está en sus quehaceres?  Cuando volví a la cocina, su abuela, mi patrona, me preguntó por qué me había demorado tanto.  Yo le dije "anda el Turco de la peinetas y las cintas, ayudando a la vanidad humana. Ahí estaba engatusando a la Herminia!, y no me va a decir, señora, que tanto moño y tanta cinta no es pecado o tentación".  Ella me contestó "Tampoco es bueno, Margarita, andar juzgando al prójimo, ni decirle turco a un árabe".  Pero a mí, Felisa, igual me quedó dando vuelta en la cabeza ¡tanta peineta y tanta cinta!

-¡Coquetería femenina, Margarita! -dije.
-Y dígame usted, ¿para quién? -Replicó ella- si Segundo Alfaro a las cinco de la tarde estaba tan borracho que no estaba bueno para fijarse en nadie. Y en las mañanas, el pobre hombre sufría de dolor de cabeza perpetuo, por el mismo licor, claro. Y yo, cuando lo vi muerto al hombre algo sospeché, pero cuando se quejó, no tuve duda de que algo raro había... Algo muy raro.
-¿Muy raro? -pregunté, intrigada.
-Sí.
Mire, primero Arturo convenció a la viuda de continuar hasta el lunes con el velatorio, y mientras tanto mi marido y yo tuvimos tiempo para ir desenrollando la madeja. Me enteré que la viuda Alfaro pagó al musulmán, Abdala, veinte pesos por dos peinetas, para el pelo, con brillantes y zafiros, de mentira eran las piedras, claro. También pagó ochenta pesos por ocho metros de cinta de raso ¡cien pesos en total! En ese tiempo la plata valía mucho más. Como usted puede ver, Felisa, ¡un despilfarro total! Sobre todo si usted piensa en la avaricia de la Herminia. La compra la hizo en el otoño, de eso me acuerdo porque cuando fui a buscar cilantro al huerto y vi a la mujer con el comerciante, los dos estaban casi envueltos en una nube amarilla de hojas de almendro que el viento levantaba sin rumbo alguno.

-¿También tenía almendros la Herminia? -pregunté.
-Dos nomás, uno dulce y otro de almendra amarga, que ella vendía a la propia mujer del árabe, doña Zamira, dueña de la pastelería del pueblo: "El Dulce de Azahar".  Doña Zamira le pagaba bien y además cada año, junto con pagarle, le regalaba una docena de pasteles de hoja rellenos con almendras y bañado en almíbar de pelo volado. Claro que casi siempre Segundo Alfaro, que le pilló el escondite de la plata en el azucarero en desuso o enterrado en un macetero de geranios , le robaba la plata, compraba aguardiente de uva y ¡se lo echaba al gaznate junto con un pastel!
-Y dígame, Margarita, ¿nunca descubrió la Herminia a Segundo robándole?
-Lo descubrió, y hasta le hizo denuncia al Juez de Policía Local,  Don Ruperto Valdivieso, el dueño del Fundo "Las Rosas" Se acuerda de él?
-Sí, era amigo de mi abuelo -contesté.
-Y ahora que me acuerdo de su abuelo, mi patrón Don Francisco, el mismo fue el que le contó a mi Arturo algo curioso.
Le dijo "Mire, Sargento; no se olvide que Segundo Alfaro comía mucha callampa, era bien conocedor de especies venenosas, pero no es sencillo distinguir las buenas de las malas, cuando se hace una omelette." Entonces mi marido le preguntó "y dígame, don Francisco, ¿qué vendría siendo una omelette?" El contestó: "Una tortilla, pues, hombre".
Y entonces Arturo, más intrigado que antes, se fue directamente a preguntarle a la viuda de Alfaro sobre lo que había comido Segundo la noche antes de encontrarlo flotando en el río: "Tortilla de callampas" -respondió ella, muy segura de lo que decía.
-Pero, Margarita, si el carpintero conocía las callampas, ¿cómo escogió una venenosa? -pregunté.
-¡Ahí estaba el segundo misterio, pues, Felisa!, pero se aclaró ligerito con la  autopsia. Yo leí una copia del papel, firmada por el doctor legista del pueblo, y decía: "Causa de muerte: Envenenamiento por hongo y cianuro".
De más está decirle que después de leer esto, empecé a recelar de todo y empecé a traer de vuelta a la memoria cosas que creí casualidad en un comienzo. La vida es como una telaraña, Felisa, todo tan bien tejido que no hay ni un hilo que, ya sea para bien o para mal, no se sustente en otro para hacerse firme. Me acordé que la señora Manuela, la que vivía cerca del bosque de pinos, me había comentado: "¿Qué andaría haciendo el musulmán de las peinetas cerca de los pinos? Ahí, que yo sepa, no hay mujer a quien venderle chucherías".
Me acuerdo que esto fue dos días antes que a Segundo Alfaro lo trajera el río ahogado. Ese mismo día el mayordomo, de acá, me había dicho: "Vi a la Herminia Alfaro con Abdala tomaditos de la mano detrás de un árbol grande en el pinar. Mi compadre Segundo los debe haber pillado en falta, porque pasó con un canasto de hongos por el frente de mi casa un rato después, bien triste". Eso me dijo, ¿se da cuenta, Felisa?.
-Sí, pero la autopsia decía: envenenamiento por hongos y cianuro. Bien pudo ser la Herminia la que le hizo la tortilla de callampas... Claro que las recolectó Segundo... Y además el cianuro...mmmm.
-Espérese, pues, Felisa. Deme un respiro. Yo fui llamada a declarar en el juicio, porque no enterraron al muerto ni siquiera el martes.
El lunes lo llevaron al pueblo para autopsia, y en cuanto se supo el resultado se llevaron detenida a la Herminia, sin respetarle el luto, y al turco Abdala, sin acordarse que el hombre si no vendía, no comía.
Yo me enteré de las declaraciones por mi marido, todo me lo contó él.
Los dos habían estado en el bosque, eso era cierto. También era cierto que no andaban en nada bueno, sino en completo adulterio. Entonces, como al juez le entró la duda, hizo traer a un conocedor de callampas de la capital, y le pidió que preparara dos canastos: uno con callampas comestibles y otro con las venenosas. El día del comparendo, el juez hizo colocar los dos canastos en una mesa. Después hizo llamar a la Herminia y le dijo: "Doña Herminia del Carmen Hueñipán Cares, tome un hongo de cualquiera de los dos canastos y cómaselo inmediatamente". La Herminia sacó un hongo del canasto que le quedaba más cerca de la mano izquierda, porque era zurda, y se lo echó a la boca. "¡Escupa!", le dijo el juez, y con el martillo golpeó la mesa y gritó: "¡Absuelta!". Esto mismo, lo hizo el magistrado con el comerciante Abdala al día siguiente, y después de decirle "¡Escupa!", también lo absolvió.
-Y entonces, Margarita, Segundo Alfaro se suicidó, porque a sabiendas puso en el canasto hongos venenoso.
-Puede ser, nunca se supo si fue la tortilla o el pastel, ese mismo que doña Zamira le regaló a la Herminia Alfaro justamente esa mañana, el pastel de almendra amarga.  No era difícil pasarse de la raya con la almendra venenosa.  Fíjese que la receta para hacer el mazapán lleva un kilo de las dulces con dos pepas solamente de la almendra mala, así se le da el aroma justo.
Yo creo que doña Zamira se enteró del adulterio, porque usted sabe pueblo chico infierno grande, y la Herminia se tenía bien ganada una venganza…y el pastel era para ella.  Yo vi a doña Zamira llorar mucho en el sepelio de Segundo, porque al difunto todo el mundo le tenía cariño.  Pero sus ojos se pusieron como llamas cuando se encontró de frente con la viuda Alfaro.  

-¡Ah, Margarita, verdad que la almendra amarga es venenosa! -dije, ingenuamente sorprendida de mi descubrimiento, más producto del saber popular que de una rigurosidad científica.
-¡A mí poco me importa, Felisa! Siempre he pensado que al pobre Segundo Alfaro lo mató el amor... el puro amor. ¿Quiere otra galletita?

Permanecí en aquel salón mucho rato después que Margarita salió con la bandeja de té hacia la cocina.  Me quedé pensando que en tiempos pretéritos, cuando el sauce llorón de Talcarehue era refugio de niñas y muñecas en verano, también tuvo motivos para derramar algunas lágrimas por ese laborioso carpintero que debe estar ahora haciendo algún columpio para un niño allá en lo alto.

                                   FIN

FUENTE: DEL LIBRO CASA AZUL. Helena Brown, Editorial Asterión, 175 pags.
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